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AMANSA A LAS FIERAS

  • Joel de Bruine
  • 28 ago 2019
  • 5 Min. de lectura

“¡De puntillas, de puntillas! Camina de puntillas…” Me gritaste susurrando…

Conseguiste una paz profunda, rodeada e impregnada de suaves y guturales ronquidos. Aprendiste a arrancar notas, desgarradoramente intensas y contenidas. Alcanzaste, tropezando una y otra vez, a tocar hipnóticas melodías que sosegaban incluso una furia de titanes.

Los cayos de tus dedos, delataban el repetido y doloroso ejercicio, de tus verdades convertidas en bendita canción. Las notas endiabladas gritaban auxilio mientras ganaban en autoridad. Las corcheas aspirantes a capitanas, las semicorcheas deseosas de regentar, las negras aspirantes a liderar la marcha, y las blancas a guiar una necesaria tregua en esta dolorosa guerra.

Y por fin, lo lograste. Compusiste esa canción, con la que exorcizaste el fuego que avivaba a las bestias. Ahí caminaba yo, cuidadosamente, contigo de la mano, descalzos sobre un pulido suelo de mármol rosado. “¡De puntillas, de puntillas! Camina de puntillas…” Me gritabas susurrando. Avanzábamos entre los estrechos pasillos sinuosos, entre los muros hechos de cuerpos escamados de estas imponentes bestias, derribadas en el suelo por ti. Pisábamos con los pies mudos, que sentían asustados, el aliento humeante de las fauces caídas en tierra, de los dragones dormidos con tu voz.

Todavía recuerdo bien el aspecto de este tu palacio, hace no muchos años, cuando te conocí. Se adivinaba entre las telarañas, las paredes agrietadas y mobiliario estropeado, que se construyó para la fastuosidad. Pero ahora, tras perder la guerra y ser invadida por estos bichos malsanos, la desolación reinaba con mano de hierro. Las bestias campaban a sus anchas, destrozaban sin compasión, la frágil belleza que aun lucía. Con su mal aliento, sus deshechos, el olor a chamusquina y los despojos de cadáveres medio devorados, lo que una vez fue salón de baile, se convirtió en un cementerio y, a su vez, lecho de malvados asesinos.

Decidiste esconderte en las mazmorras, que fue donde nos vimos por primera vez. Una amiga tuya, cual eficaz mensajera, me solicitó que te visitara. Me guio por los misteriosos túneles subterráneos hasta llegar a ti. Inmediatamente sentí una profunda admiración por ti. Tu capacidad de haber sobrevivido al asedio de las bestias, tu determinación por no rendirte, tu humildad por haberme pedido ayuda a mí, al Forjador de Armas. Hablamos durante horas, hasta el alba. Lo que más te costaba aceptar era, que las armas que habías usado hasta ahora y en las que tanto confiabas, no eran útiles ni eficaces contra estas bestias. Te fue muy difícil confiar en mi sabiduría. Tú querías ser la que eligiera el arma. Gracias a la insistencia de tu amiga y un gran paso de valor por tu parte, decidiste depositar tu fe en mi pericia y experiencia. Te pedí que cerraras los ojos y extendieras tus brazos, con las palmas de las manos hacia arriba. La magia del arma que te iba a regalar, solo funcionaba cuando el corazón operaba en la misma sintonía de la razón. Deposité el arma en tus manos. La dulce memoria de la cara que pusiste, sigue dibujando una sonrisa en mi anciana cara. Tras un largo silencio conseguiste preguntarme, llena de incredulidad y rabia contenida: “¿Un flautín? ¿Pretendes que luche contra semejantes fieras con un flautín?”

Ahora, mientras camino sigiloso detrás tuya, me admiro ante el gigantesco poder domesticado, que yace casi inerte sobre la plataforma de baile. Un enorme dragón de negra vergüenza, salpicado con escamas de roja ira. Otro delgado y largo, de azul depresión que destilaba azufre de amarilla amargura. Uno de verdes y venenosas adicciones, babeando una viscosa y pegajosa falsa culpa. Otra bestia imponente, con grandes dientes de afilada indefensión y sulfurosa pobre autoimagen. Alas tenebrosas que provocaban remolinos de temor y ansiedad y llamaradas de rabia que consumía toda esperanza dejando ruinas que invocaban al suicidio… Todos dormidos… Todos silenciados… Todos vencidos…

Subimos a una torre interior, que construiste escalón tras escalón, empezada desde abajo. Desde esa escalera tocabas tus encantadoras melodías. Cada vez desde más alto. Casi sin aliento contemplo desde arriba, lo pequeños que ahora se ven aquellos formidables monstruos, reunidos en un solo salón. Asisto maravillado al espectáculo de una batalla ganada con la mente y el corazón, fusionados por la fe y el amor. Amiga mía, tu magia me ha hechizado. Con un simple y fino flautín, resucitaste de su destierro, las profecías olvidadas que anticipaban tiempos mejores. Poderosas y frágiles a la vez, las notas, preñadas de esperanza, rezumaban amor tan misterioso como puro. Aplacaste heroica, la sanguinaria guerra que habían jurado terminar las endiabladas alimañas. Le diste la vuelta al destino.

Atravesando sus tímpanos, embotando sus sentidos, encarcelando su intención, tu encantamiento sellaba un pasado despiadado y atroz. Entonaste las siete melodías del reino de los cielos, bañados por el sol de justicia y fundidos en un firmamento de gozosa paz. Con tu música rompiste tu silencio sepulcral, miraste a las míseras sabandijas a la cara, rompiste con tenaz y liberador perdón las cadenas que te aprisionaban a ellas, gritaste con alaridos enfurecidos que nada de lo que pasó fue culpa tuya, te despojaste de los andrajos mentirosos, a precio de sangre te enfundaste un nuevo uniforme de agresiva verdad y por fin, abrazaste aliviando otras almas, rotas por el mismo mal. Siete cantos que limpiaron tu espíritu y liberaron tanta belleza, que mis manos temblorosas no alcanzan a expresarlo sobre este papel.

No eran muchas personas, a las que dejabas entrar más allá del patio de la entrada. No todos sabían caminar de puntillas, no todos querían… En el pasado fuiste menos cautelosa, un poco ingenua quizá. Payasos egocéntricos, bufones vanidosos, granujas orgullosos y débiles espectros, todos vestidos de brillante y seductora devoción y lealtad; entraron en tu salón sagrado, en tu campo santo, en tu íntimo y vulnerable habitación de los monstruos. “¡De puntillas, de puntillas! Camina de puntillas…” les decías. Incapaces de amar, aquellos estafadores insaciables, inmersos en su propia miseria, dieron un tras pie, chocaron contra las escamas, levantaron la voz, pisaron la cola o tropezaron con los morros de un dragón dormido, provocando un cruel revuelo, despertando el trauma serenado y acallado, ya casi enmudecido. Sin embargo, para tu sorpresa, tu lucha para volver a subyugar al gigante, fue más breve que la de antaño. Tu ingenio rítmico y melódico crecía a medida que tus adversarios languidecían.

Ahora, naturalmente, tienes más cuidado con quien dejas pasar a las habitaciones más íntimas.

Me despido de ti con el corazón lleno de admiración. Echo un último vistazo a tu palacio, con mucho mejor aspecto, y veo que no has tapado todas las grietas. Me dijiste: “Son cicatrices que me recuerdan como fui. Me dicen que siga limpiando mi alma con melodías ungidas por el perdón y la paz. Que siga luchando con armas hechas de compasión y verdad. Que no vuelva a dejar que la negrura de la venganza ni el veneno del rencor forjen armas de frío metal que solo hiere y ejecuta. Quien a hierro mata a hierro muere, dijo el Gran Maestro. No quiero volver a despertar a ningún dragón, nunca más.”


 
 
 

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