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La lanza y el alfiler

  • Joel de Bruine
  • 28 ago 2019
  • 5 Min. de lectura

La lanza y el alfiler

Intento plasmar en el siguiente cuento una analogía de cómo crecemos hacia una identidad saludable. Te recomiendo leerla con música suave de piano de fondo, e intentar comprender la similitud de esta historia, con alguna herida de la infancia que todavía te afecte y persiga.

"Un día, mientras caminabas de vuelta al pueblo, una voz dulce pero enérgica, tronó desde un cielo salpicado de nubes, y te dijo: “crece y no dejes de crecer”. En ese mismo momento, para sorpresa tuya, apareció delante de ti un plato lleno de comida sencilla y saludable. De forma tímida e insegura te acercaste, le diste unos bocados, te supo extraño y, poco después, notaste cómo tu cuerpo comenzó a crecer. El problema era que tenías puesta una armadura con la que siempre te habías defendido. Inmediatamente te diste cuenta que si querías crecer, tendrías que quitarte esa armadura que se te quedaba pequeña.

"¡Pero cómo voy a quitarme esta armadura, estaré indefenso!" pensaste alarmado.

Decidiste buscar una cueva donde refugiarte durante un tiempo. Una vez allí, te atreviste a quitarte la armadura, aliviando la dolorosa presión. Hacía mucho tiempo que no sentías tanto miedo ni te sentías tan vulnerable. A la mañana siguiente, descubriste otro plato de comida sencilla y saludable a la entrada de la cueva. Comiste y creciste otro poco más. Al día siguiente la misma historia, comiste y creciste. Así durante muchos días. Con el paso del tiempo, comenzaste a sentirte incómodo en esa cueva. Se había vuelto muy pequeña o, más bien, eras tú quién se había vuelto demasiado grande. Aunque te habías acostumbrado a la seguridad de la cueva, ya no podías seguir ahí. Forcejeaste contra las paredes para finalmente salir, de la misma forma que una mariposa lucha cuando sale de su pupa.

Entonces te pusiste de pie y te quedaste asombrado de lo pequeño que se veía el mundo desde ahí arriba. ¡Cuánto habías crecido! Decidiste dar un paseo. Te divertías soplando las nubes, para que chocaran unas con otras y se fundieran en una más grande. Te reías al ver como las ovejas corrían espantadas al verte. Mirabas atrás y veías como tus grandes huellas ocupaban todo el ancho del camino. En un intento de juntar dos nubes para esconderte tras ellas, y así darle un susto a unas cabras, te diste cuenta que de alguna forma mágica, eras capaz de subirte a ellas y no caerte. ¡Era el escondite perfecto!

Pronto se corrió la voz en los pueblos de alrededor. Aquellas personas con las que habías luchado en el pasado, se juntaron y decidieron que debían volver a combatir contra ti. Habían decidido, sin hablar contigo, que eras una amenaza que podría cambiar las cosas, que podría perjudicarlos. Ellos no querían cambios. Las cosas debían seguir como siempre habían estado. Cogieron las lanzas más grandes que tenían, y salieron a tu encuentro. Te pillaron jugando al escondite con las criaturillas del bosque.

Escuchaste gritos de gente muy enfadada. Te asomaste detrás de las nubes y viste caras conocidas. Algunos de ellos, en un pasado no muy lejano, te habían hecho mucho daño. También había otros , a los que tú también habías herido de gravedad. Era curioso, todos se sentían amenazados al saber que ahora eras un gigante. Ellos no sabían que también podían crecer. Te vieron y corrieron hacia ti. Al principio te asustaste al ver tantas lanzas juntas. Con voz temblorosa les dijiste: “¡Vosotros también podéis crecer. Tan solo tenéis que comer de esta sencilla y saludable comida!” Pero nadie escuchaba, estaban demasiado asustados y encolerizados. Corrieron hacia ti y te lanzaron sus lanzas con toda su rabia y con todas sus fuerzas.

Tu corazón se paró. Se heló tu sangre. Tu cuerpo se quedó rígido. Paralizado, esperaste el mortal impacto. Estabas convencido de que esta vez, esas lanzas te iban a destruir por completo. ¡Eran muchas! El dolor que recordabas era muy grande y mucha la sangre que perdiste con cada lanza en el pasado. La imborrable memoria de la fiebre que te mantuvo en cama tanto tiempo tras cada ataque, las pesadillas que te torturaban e invadían de miedo, la debilidad que te mantenía atado a la cama… ¡El aire rugió enfurecido! Viste con el corazón en un puño como sus afiladas lanzas surcaban el aire y silbaban enojadas hasta que, con un golpe seco, se clavaron en tu piel.

Se hizo un momento de silencio. La turba boquiabierta, te miraba con estupor. Habías cerrado los ojos y apretado los puños, presagiando un tremendo dolor. Hubo un momento de silencio, no pasó nada. Tan solo notaste un pequeño pellizco. Miraste abajo y viste como muchas de las lanzas habían rebotado contra la gruesa piel de tu pierna. Algunas se habían partido. Solo dos o tres habían conseguido pincharte. Tras un momento de estupor, de no comprender nada, comenzaste a reírte. Cada vez reías con más fuerza, hasta estallar en carcajadas. “¡Ahora lo entiendo!” gritaste, mientras seguías tronando de felicidad. Te agachaste y miraste, a los asustados e indefensos habitantes de la tierra del abuso y les dijiste: “¡Creced insensatos, creced para que las lanzas se conviertan en alfileres!” Todos salieron despavoridos. Todos, excepto una niña de pelo sucio que vestía con harapos. Desaparecidos los gritos, observabas como temblaba la pequeña mientras te decía: “Yo también quiero crecer como tú”.

Con el tiempo te diste cuenta, de lo difícil que era vivir en la misma tierra que los habitantes de Abusolandia. Decidiste construirte castillos en el aire. Comenzaste a edificar una casita sobre las nubes, confiando en que, con el tiempo, se convertiría en un palacio. Había que ir poco a poco, pasito a pasito, teniendo compasión hacia uno mismo. Eso lo aprendiste bien en la cueva a la que habías puesto el nombre de Crisálida. Cuál fue tu gran sorpresa al descubrir, que había más gigantes que vivían sobre las nubes. Te saludaron y dieron la bienvenida. Una gigante se te acercó y te preguntó con una pícara sonrisa: “¿Te gustaron mis platos de comida sencilla y saludable?” Sorprendido respondiste: “¡Fuiste tú quien me susurró desde las nubes y quién me dio de comer!” Os abrazasteis con alegría y decidiste que, a partir de ese momento, tú ibas a hacer lo mismo.

Cada día que te encontrabas con un viajero por los caminos del campo, susurrabas: “crece y no dejes de crecer” y les ponías un plato de comida sencilla y saludable. Unos, sumidos en sus pensamientos no te oían. Otros, escuchaban tu voz pero decidían, un poco asustados, ignorarte. Pero algunos se paraban, y comenzaban, sin saberlo, su momento de Crisálida particular..."

Cuando eras pequeño, las agresiones de la vida eran como lanzas que se te clavaban en el cuerpo. Te derribaban, dejaban malherido y tardabas mucho en curar, antes de poder levantarte otra vez. Intentaste luchar con escudos de indiferencia o siendo tú quien lanzabas lanzas, atacando de vuelta e hiriendo a otros. Sin embargo tus heridas no sanaban y con cada nuevo golpe, te ibas debilitando.

No se trata de aprender a cómo defenderte mejor de los ataques de las personas, no se trata de ser más agresivo ni más listo para que no te venzan los que te agreden. No se trata de endurecerse para que las palabras hirientes no te dañen. Se trata de crecer, crecer y crecer hacia una identidad saludable. No seamos reactivos, seamos creativos. No respondamos al daño hecho, creemos una nueva realidad de belleza y aceptación e invitemos a quien nos intente dañar a hacer lo mismo.

Con el tiempo nos daremos cuenta de que lo que antes nos derribaba y dejaba malheridos, ahora será un pellizco de dolor, que quizá puede dolernos, pero ya no nos tumba ni deja para el arrastre como antes. Nuestra valía interior será más grande que las lanzas.

Crece mi querido y querida superviviente, crece y las lanzas se convertirán en alfileres.


 
 
 

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