Los trajes de la trastienda
- Joel de Bruine
- 25 jul 2019
- 3 Min. de lectura
En la trastienda de tu mente tienes un cuarto trastero. En dicho cuarto hay un armario lleno de disfraces. Son trajes que has ido acumulando a lo largo de los años. Muchos, la mayoría, son de la etapa de tu niñez. Unos muy costosos, otros de poco valor. Algunos te han costado sudor y lágrimas conseguirlos, otros te los han regalado y unos pocos, de tela consistente y rígida los han metido en tu armario a la fuerza, violando el cerrojo que lo mantenía cerrado del que solo tú tienes las llaves.
Algunos trajes tienen mucho uso, otros poco o ninguno. Hay de muchos tipos, para todo tipo de obras de teatro. Los hay muy alegres, de noches de fiesta. Los hay solemnes, para ceremonias cargadas de rigor. Informales para días de desenfado. Tristes de gris apagado. Deprimentes con los que cruzar valles de la vida. Salvajes para explosiones de ira. Miserables, harapos de auto desprecio… Todos con sus complementos. Sombreros hechos de risa, pañuelos de seducción, bolsos de coqueteo, pulseras de superficialidad, cadenas de adicción, etc.

Con todos ellos te vistes día tras día. Hay jornadas en las que te pones uno o dos y en otras quizá cambias de ropa hasta cinco veces. Con el tiempo te has acostumbrado a sacar unos trajes, con sus complementos adecuados, más que otros. Unos te resultan más cómodos de todo lo que los has usado ya. Otros no te resultan nada atractivos y se han quedado mustios de tanto polvo que han cogido. También usas algunos complementos para vestir al resto de actores en tu vida. No que ellos te lo pidan, pero te lo toleran porque te quieren y comprenden de dónde vienes.
El problema es que, de forma casi inconsciente, has desarrollado una fea costumbre que me preocupa. Has empezado a vestir al resto de actores con los trajes de tu elección. Trajes destinados solo para que los vistas tú si quieres, ahora se los impones a los demás. –“Es mi escenario, son mis reglas”- dices con vehemencia.
Antes no se molestaban en que les tiñeras la personalidad con algún tinte de tu propia cosecha. Renunciaban a un poco de su autenticidad a cambio de que con ello estuvieses tranquila. Pero lo que haces ahora no puede terminar bien. Es pisar tu escenario y ser cubierto de ropas que no corresponden a la verdad, sino que obligan a representar un papel en un guion que escribes tú. Se convierten en quien tú quieres ver, aunque no quieras…
No todas las obras las elegimos nosotros. Las historias de otros directores de escena se mezclan con las nuestras. Nadie somos una isla. Pero todos tenemos un perímetro sobre el cuál somos regentes. Últimamente, casi todos los días llueve sobre la madera de tu teatro. Has priorizado unos guiones por encima de otros. Has vestido a los actores con mantos de gris amargo. Aunque intentan zafarse del rol impuesto, tu insistencia les aleja de ti. Estás perdiendo la capacidad de ver la realidad de todos ellos. Has tapado sus ropas que brillaban con la fidelidad de su carácter y legitimidad de sus propias vestimentas.
Te traen ropas doradas que saben a rayo solar con las que endulzar tus días, les transformas en llanto desconsolado con ásperos atuendos y, para colmo, les acusas de entristecer tus horas. Te traen ropas de pigmentos vivos que saben a gozo profundo con los que acallar tus tormentos, les transformas en ira descontrolada y, para colmo, les acusas de herir tu emoción.
Tus tablas, pisadas en tantas historias llenas de vida, se han convertido en suelo de patíbulo. Los actores que te querían ahora entran en escena para morir de uno en uno. Tus vestimentas cercenan su libertad para quererte. Y sin libertad no hay amor. Y sin amor, no hay vida. Y sin vida, no hay…
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